Un mundo de trabajo

Un mundo de trabajo

La herencia de los ´90 es pesada: la informalidad laboral es una deuda histórica para quienes quieren la concreción progresiva de una sociedad más justa.

El modelo de crecimiento con inclusión social que nació luego de la crisis de 2001/2002 generó un proceso de expansión económica que permitió revertir los efectos de la peor crisis que haya sufrido la economía nacional.

La crisis del modelo de la convertibilidad resultó en una tasa de desempleo que superó el 20 por ciento, una caída del salario real de un tercio de su valor real medido en poder adquisitivo, una deuda pública que representaba en 2003 el 140 por ciento del PIB, es decir, una situación económica y social que casi deriva en la disolución de la sociedad civil.
La década de los ’90 quedó caracterizada como de destrucción de empleo, signada por la indiscriminada apertura de importaciones que sustituyó mano de obra en la Argentina por mano de obra en el extranjero, por la destrucción de la industria nacional y por el proceso de privatización de empresas públicas que arrojó a miles de trabajadores al desempleo.

La política de convertibilidad y la invariabilidad del tipo de cambio llevó, a fin de mantener la competitividad relativa, a que el ajuste pasara por el “costo laboral”, implementándose lo que se denominó “flexibilización laboral”. Tal política implicaba supeditar los derechos de los trabajadores a los requerimientos –objetivos o subjetivos– empresariales.

La precarización del empleo, la pérdida de estabilidad, la supresión o disminución de los umbrales de protección contra el despido arbitrario caracterizaron todas las normas laborales entre 1991 y 2000. Sucesivas leyes crearon diferentes modalidades de contratación sin –o con merma de– indemnizaciones frente al despido, e incluso pretendiendo reemplazar dicha indemnización por cuentas de capitalización solventadas con el aporte de los trabajadores que, de tal forma, se convertían en los financiadores de sus propios despidos.

En el mismo sentido se orientó la política en torno a los convenios colectivos de trabajo. Estos, cuyo surgimiento derivó de las luchas de los trabajadores y cuya esencia los califica como un instrumento a través de los cuales obtienen mejoras progresivas en sus condiciones de trabajo y salariales –y, por ende, en sus condiciones de vida–, pretendieron ser convertidos en instrumentos destinados a adaptar las relaciones laborales a las supuestas necesidades de las empresas. A tal fin se orientaron las reformas normativas que obstruyeron la negociación colectiva por actividad para llevarla al nivel de empresa. Dispusieron que los convenios colectivos de empresa prevalecieran sobre los de actividades nacionales. Habilitaron la disponibilidad colectiva de forma tal que las cláusulas de un convenio colectivo pudieran rebajar los derechos del trabajador por debajo de los mínimos legales (inclusive en materia de jornada de trabajo). Y buscaron derogar el principio de ultraactividad –por el cual un convenio colectivo se mantiene vigente hasta tanto otro lo sustituya– a fin de que se produjera la caída del convenio colectivo y, con ello, la pérdida de todos los derechos del convenio o su renegociación a la baja bajo la presión de acordar en perjuicio sacrificando algunos derechos para no perderlos todos.

En materia salarial –y por ende de distribución de ingresos– se mantuvo congelado el salario mínimo, vital y móvil en 200 pesos mensuales, se encorsetó la negociación colectiva salarial al prohibir incrementos que no se correspondieran con el incremento de la productividad y se llegó hasta la reducción nominal de salarios –tanto en el sector público como en el privado– y de jubilaciones.

Sin embargo, la reacción de la política económica que tuvo inicio en 2003 se basó en la recuperación de un rol central para el Estado en la definición e instrumentación de un rumbo económico y político que permitiera la inclusión de la mayoría de la población. La teoría del “derrame” tan pregonada como el fundamento del modelo de la convertibilidad, fue absolutamente negada, dada la convicción –demostrada por los hechos– de que el libre accionar de las fuerzas del mercado no genera una asignación equitativa de los recursos nacionales.

Esta actual etapa de crecimiento se tradujo en una mejora sustancial en la lógica de funcionamiento del mal llamado mercado de trabajo, que se transformó en la principal herramienta de inclusión social. En particular, el proceso de generación de empleo tuvo un disparador estructural en 2003 debido al fuerte perfil industrial con orientación al mercado interno del patrón de crecimiento. La orientación del modelo de la posconvertibilidad apostó a un círculo virtuoso que permitió recuperar la participación de los asalariados en el ingreso nacional que aumentó 10 puntos porcentuales entre 2003 y 2008, pasando del 34 al 44 por ciento. Esto fue posible gracias a la sustancial reducción del desempleo antes mencionada en conjunción con un crecimiento del salario real gracias a la recuperación del mecanismo de paritarias, que permitió salvaguardar el poder de compra de los asalariados a la vez de contemplar las distintas realidades de cada rama de la producción.

A tal fin fueron muy importantes la activa política gubernamental y el rol cumplido por los sindicatos en el período 2003/2010.

La incorporación de la suma fija de 224 pesos a los salarios básicos dispuesta por el decreto PEN 392/03 generó un valorable impulso a la negociación colectiva, que en un primer período –2003/2004– se direccionó a adecuar aquella suma a las diferentes categorías convencionales procurando mantener los coeficientes diferenciales entre estas, asumiendo posteriormente la negociación colectiva una dinámica propia de renovación anual que llevó a que en los últimos tres años se celebraran más de mil acuerdos y convenios colectivos anuales. Tal dinámica negocial llevó a que la otrora individualización de la negociación salarial de la década del ’90 –en la que el salario promedio abonado por las empresas era superior a los deprimidos salarios de convenio– actualmente se haya transformado en convergencia entre los salarios de convenio y los abonados por las empresas. Ello denota, por un lado, la activa participación sindical en la recuperación del poder adquisitivo del salario y, por el otro, la relevancia de la actividad sindical en la distribución del ingreso nacional.

Ello se vio a su vez fomentado por el constante incremento del salario mínimo vital y móvil, que en el período 2003/2010 se incrementó en un 750 por ciento, constituyendo así un piso que empujó hacia arriba la renegociación salarial en cada período de renovación, principalmente para aquellos sindicatos con menor poder negocial.

La notable reducción de los índices de desempleo fortaleció el accionar sindical, posibilitando la negociación colectiva por actividad y de ámbito nacional –tan característica del tradicional sistema de relaciones laborales argentino–, ampliando así el universo de trabajadores comprendidos en convenios colectivos de trabajo. Dichos convenios de actividad establecen el piso de derechos para todos los trabajadores y empresas de la actividad en todo el territorio nacional, articulándose con convenios de menor ámbito –incluso de empresa– pero en un diferente escenario legal.

La reforma laboral efectuada mediante la ley 25.877 –que derogó la Ley Banelco del año 2000– retomó los pilares tradicionales de la negociación colectiva en la Argentina, restableció el principio de ultraactividad de los convenios colectivos y la regla de aplicación de la norma más favorable en caso de concurrencia de convenios colectivos de diferente ámbito. A partir de ello, todo convenio colectivo de menor ámbito (sea local o de empresa) debe ser negociado respetando los pisos del convenio colectivo nacional y ser acordado reconociendo mejores derechos a los trabajadores que los previstos en aquel.

También en el año 2003 comenzó la recuperación de derechos laborales que fueron suprimidos tanto por la dictadura ’76/’83 como en la década de los ’90, a través de reformas que tuvieron en miras resguardar la dignidad del trabajador.

Mediante la ya mencionada ley 25.877 se recuperaron pilares fundamentales del régimen de convenios colectivos y se restableció –aunque parcialmente– el régimen de protección contra el despido arbitrario (derecho a indemnización por despido a partir del tercer mes de trabajo, e indemnización equivalente a un sueldo por año de antigüedad).

Sucesivas reformas legislativas restablecieron los artículos 66 y 9 de la Ley de Contrato de Trabajo (en su redacción vigente desde 1974 hasta 1976) dando derecho al trabajador de mantener sus condiciones de trabajo frente a alteraciones ilegales dispuestas por el empleador y otorgándole un acción judicial a tal fin a cuyo inicio el juez debe disponer la no alteración de las condiciones de trabajo preexistentes, y restableciendo la vigencia del principio pro operario en materia de apreciación de la prueba por los jueces.
Se derogó de la ley de “tickets” restaurando el carácter salarial de dichas contraprestaciones; y fue modificada la ley de pasantías para que estas sean tales y no la habilitación legal del fraude laboral. Se restableció la competencia de los jueces laborales para entender en los juicios que trabajadores iniciaran contra sus empleadores cuando estos se encontraran en concurso o en quiebra. Se modificó el régimen de contrato a tiempo parcial a fin de evitar el fraude en su utilización, disponiendo además que el trabajo en exceso de los límites diarios o semanales conlleva el derecho a la percepción del salario mensual por jornada completa.

Y, recientemente, se modificó el artículo 12 de la LCT aclarando el alcance del principio de irrenunciabilidad de derechos. Irrenunciabilidad implica que el trabajador no puede renunciar a sus derechos, y que cualquier renuncia a tales es nula. El texto anterior de la ley hacía referencia a los derechos provenientes de las leyes y los convenios colectivos de trabajo, generando divergencias interpretativas en doctrina y jurisprudencia en torno a si eran o no renunciables por el trabajador sus mejores derechos provenientes de su contrato individual y que superaran los mínimos legales y convencionales. La reforma incluyó expresamente entre los derechos irrenunciables a los provenientes del contrato individual, solucionando las dudas interpretativas a favor del trabajador y dando seguridad jurídica sobre el alcance del principio a todos los actores de las relaciones laborales.

Los resultados del nuevo patrón de crecimiento contrastan con el panorama dejado por el modelo de la convertibilidad. Hacia finales de 2008 la tasa de desempleo alcanzó el valor mínimo desde 2003, descendiendo a 7,3 por ciento, mientras que la subocupación se ubicó en 9,1 por ciento, gracias a la creación de 2.531.000 puestos de trabajo entre esos años. En lo que respecta al salario real, el poder adquisitivo de la población asalariada era hacia finales de 2007 un 54 por ciento mayor que en 2002. Esto implica que el modelo de la posconvertibilidad permitió una expansión del salario real a una tasa promedio de 9 por ciento anual, consolidando un proceso de crecimiento que se tradujo en una mejora en las condiciones de vida de la mayoría de la población. La política económica encarada desde 2003 no descansó en el tristemente famoso “efecto derrame” tan pregonado como fundamento de la liberalización de los mercados encarada en la convertibilidad. Al contrario, la política económica recuperó herramientas centrales para garantizar el crecimiento del poder adquisitivo de la población: a la ya mencionada recuperación de las paritarias se suman los diez aumentos del salario mínimo, vital y móvil y los siete aumentos de la jubilación mínima. De esta manera, la evolución de los ingresos de la población no fue liberada a las fuerzas del mercado, sino que tuvo una orientación clara gracias a un diseño deliberado de la política de ingresos. La consolidación del poder adquisitivo fue clave en la expansión y desarrollo del mercado interno que completó el señalado círculo virtuoso.

Sin embargo, el proceso de crecimiento no ha saldado algunas de las deudas sociales históricas, en particular el alto grado de informalidad del mercado de trabajo. Hacia finales de 2008 todavía más de un tercio de los asalariados ocupan puestos no registrados. No obstante, es importante destacar que efectivamente el alto grado de informalidad constituye una herencia de la convertibilidad que el nuevo patrón de crecimiento está revirtiendo de manera notable: mientras que entre 1991 y 2001 de cada 100 puestos de trabajo que se creaban 95 eran informales y sólo 5 formales, entre 2003 y 2009 por cada 100 puestos de trabajo se crearon 27 en el sector formal, mientras que se destruyeron 27 en el sector informal de la economía. Es decir, el modelo de la posconvertibilidad no sólo tuvo una creación de empleo concentrada en el costado formal de la economía, sino que además contribuyó a destruir una buena parte de los puestos de trabajo informales gracias a los importantes programas de “blanqueo” laboral impulsados desde el Estado. Esta dinámica produjo una importante caída de la desigualdad: el índice de Gini se redujo desde 0,472 en 2002 a 0,429 hacia principios de 2007. Las autoridades gubernamentales han encarado una serie de medidas que contribuyen a revertir esta pesada herencia, entre las cuales se destaca sin lugar a dudas lo que probablemente sea la política social más importante desde la recuperación de la democracia: la Asignación Universal por Hijo. Gracias a esta medida se calcula que el coeficiente de Gini llegará a 0,400 y que la indigencia quedará prácticamente eliminada. Estos imponentes resultados del plan se comprenden mejor cuando se evalúa la magnitud del mismo. El estipendio previsto por la asignación representa el 0,58 por ciento del PIB, lo cual lo convierte en el plan de ingresos más grande de toda Latinoamérica, superando al plan Bolsa Familia de Brasil (0,39%) y al plan Oportunidades de México (0,31%).

Desde la restauración democrática en diciembre de 1983 hasta el actual proceso político iniciado en el año 2003 por Néstor Kirchner y consolidado por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, no había existido un direccionamiento del poder político tan decididamente definido a la concreción progresiva de una sociedad más justa.

Se puede discutir la velocidad de avance, en qué medida o tiempos se deben profundizar las transformaciones; pero lo que no parece admitir discusión es que la tendencia marca un sendero hacia la justicia social, la igualdad y la inclusión.

En todo el período 2003/2010 no ha existido una sola medida de gobierno contraria al interés de los trabajadores. Las organizaciones sindicales son conscientes de ello, y es por tal razón que mayoritariamente apoyan este modelo productivo con inclusión social.

Por ello es importante que todos quienes pretendemos una sociedad más justa, equitativa, inclusiva y con mejor distribución de la riqueza, aun con los matices que nos distingan y con los particulares enfoques respecto del ritmo y profundidad de las transformaciones, nos comprometamos en el apoyo a este proceso político actual que a tal fin va direccionado.

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